MARIA VALTORTA Nació en Caserta el 14 de marzo de 1897; sus padres eran lombardos. Giuseppe Valtorta, el padre, habia nacido en Mantua en 1862; prestaba servicio en un regimiento de caballeria ligera; era suboficial y estaba al frente de la sección destinada a la custodia y manutención de las armas. Era una persona buena y sumisa y fue el afectuoso educador de la única hija. Iside Fioravanzi, la madre, nacida en Cremona en 1861, habia sido docente de frances. Su egoismo y su mal genio le llevaron a oprimir al marido y a la hija con una severidad irracional y, a veces, hasta cruel. Al nacer, Maria corrió el riesgo de morir; luego la confiaron a una nodriza de ligeras costumbres; como su familia tuvo que trasladarse a Faenza para seguir los desplazamientos del regimiento la pequeña, que ten�a apenas dieciocho meses, pas� al clima templado de las regiones del norte despu�s de haber conocido el calor abrasador de las del sud. Precisamente al clima meridional y a la leche de su nodriza se atribuye la pasionalidad de su caracter. Los sucesivos traslados a Milán y a Voghera señalaron las etapas de su desarrollo y de su formación cultural y religiosa, en la cual dio pruebas de temperamento, de indudable capacidad y de profunda sensibilidad espiritual. Culminó sus estudios en el prestigioso Colegio Bianconi de Monza, que fue para ella como un nido de paz por cuatro años, al término de los cuales comprendió cómo continuaría su vida interior según los designios de Dios. En 1913 su padre se vio obligado a jubilarse por motivos de salud y la familia se estableció en Florencia; allí permanecería por once años y medio. Maria se encontraba bien en esa ciudad, que se adaptaba a su sensibilidad cultural y que le ofrecía la posibilidad de poner en práctica su amor hacia el prójimo durante la primera guerra mundial, en calidad de enfermera samaritana del hospital militar. Pero en Florencia también tuvo que soportar durísimas pruebas, debido a aquella madre terrible y al gesto de un sedicioso: la madre quebró por dos veces su legítimo sueño de amor; el sedicioso le asestó un día, en la calle, un terrible golpe en los riñones que propició su invalidez. Por ese entonces, Maria tuvo la ocasión -¡verdaderamente providencial!- de transcurrir dos años en Reggio Calabria; de 1920 a 1922 estuvo hospedada en casa de unos parientes, dueños de dos hoteles de la ciudad. El afecto que le tributaron, unido a las bellezas naturales de ese lugar, la ayudaron a templar nuevamente su físico y su alma. Durante esas vacaciones, sintió nuevos impulsos hacia una vida radicada en Cristo, pero con el regreso a Florencia, donde habría de transcurrir aún otros dos años, volvió a sumirse en sus amargos recuerdos. En 1924 sus padres adquirieron una casa en Viareggio y fueron a establecerse allí. Inició para Maria una incontenible elevación espiritual, que se traducia en propósitos firmes y culminaba en heroicas ofrendas de sí por amor de Dios y de la humanidad. Al mismo tiempo estaba ocupada con empeño en la parroquia como delegada cultural para las jóvenes de la Acción Católica y daba cónferencias a las que, poco a poco, comenzaron a asistir también personas que no eran practicantes. Pero por su precaria salud, le era cada vez más difícil moverse. El 4 de enero de 1933 salió de casa por última vez y lo hizo con tremenda dificultad; desde el 1 de abril de 1934 ya no se levantó del lecho. El 24 de mayo de 1935 se asumió a Marta Diciotti, una joven huérfana sin familia alguna, para que la asistiera. Marta habría de convertirse en su asistente y confidente por el resto de la vida. Sólo un mes más tarde, el 30 de junio, murió el padre, a quien Maria quería tanto que estuvo a punto de morir por el dolor. La madre, a quien siempre amó por deber natural y por sentimiento sobrenatural, murió el 4 de octubre de 1943, sin haber dejado nunca de maltratar a la hija.
Precisamente a principios de 1943, cuando hacía ya nueve años que Maria estaba paralizada y pensaba que había consumado todos los sacrificios posibles y que el final de su vida estaba cerca, el Padre Migliorini, un sacerdote perteneciente a la orden de los Siervos de María que desde hacía algunos meses era su director espiritual, le pidió que escribiera sus memorias. Tras un momento de vacilación, consintió y con naturalidad, sentada en el lecho, en menos de dos meses llenó siete cuadernos escritos de su propio puño; dio así no sólo prueba de un gran talento de escritora sino de saber revelar su alma, confesándose sin secretos.
Había confiado a las 760 páginas manuscritas que entregó al confesor todo su pasado pero cuando, precisamente por eso, se sentía liberada de él y preparada con mayor confianza para la muerte, una voz que su espíritu ya conocía le dictó una página rebosante de sabiduría divina, que determinó un cambio inesperado. Acaeció de viernes santo, el 23 de abril de 1943.
Maria, desde su habitación, llamó a la fiel Marta y, mostrándole la hoja que tenía en sus manos, le hizo entender que había ocurrido algo extraordinario y le dijo que llamara al Padre Migliorini, que no tardó mucho en llegar. El coloquio fue secreto y nunca se conoció exactamente lo que se dijeron, pero se sabe que el religioso le confirmó el origen sobrenatural del “dictado” y la impulsó a escribir cuanto aún fuera “recibiendo”. Y por eso siguió procurándole cuadernos.
Escribió casi diariamente hasta 1947 y con intervalos en los años siguientes, hasta 1951. Los cuadernos llegaron a ser 122 (además de los 7 que componían la Autobiografía); las páginas manuscritas, alrededor de quince mil.
Escribía sentada en su lecho, con la estilográfica, apoyando el cuaderno sobre una carpeta que había confeccionado con sus propias manos y que sostenía sobre las rodillas. No preparaba un esquema, ni siquiera sabía lo que iba a escribir día a día, no volvía a leer para corregir. No tenía necesidad de concentrarse ni de consultar libros, excepto la Biblia y el Catecismo de Pio X. Y si la interrumpían, a veces por motivos fútiles, volvía a escribir sin perder el hilo. No la detenían las crisis de su sufrimiento crónico ni la aguda necesidad de reposo, pues hasta llegaba a tener que escribir de noche. Estaba concentrada con todo su ser en la narración que fluía de su pluma de auténtica escritora, pero si se trataba de temas teológicos podía suceder que no comprendiera el íntimo significado de los mismos. A menudo llamaba a Marta, la obligaba a abandonar sus quehaceres domésticos, y le leía lo que había escrito.
No suspendió su tarea ni siquiera cuando se vio obligada a refugiarse en San Andrés de Cómpito (arrabal del ayuntamiento de Capannori, en la provincia de Lucca), dado que la segunda guerra mundial se iba haciendo cada vez más violenta. Allí trasladó el moblaje de su cuarto de inválida y, desde abril hasta diciembre de 1944, vivió sus nuevos sufrimientos.
Sobre todo en Viareggio, la ocupación de escritora que absorbía todo su tiempo no la alejó del mundo, pues seguía el desarrollo de los acontecimientos a través de la radio y los periódicos. Tampoco dejaba de cumplir con sus deberes cívicos, hasta el punto de que, en ocasión de las elecciones políticas de 1948, se hizo llevar en ambulancia a la mesa electoral. Recibía solamente a personas amigas y, sucesivamente, también a algunos personajes importantes, pero no descuidaba la correspondencia, de especial modo la que mantenía muy asiduamente con una monja carmelita de clausura, a quien consideraba como madre espiritual.
Rezaba pero también sufría, aunque procuraba no demostrarlo. Por lo general sus oraciones eran secretas y sus éxtasis, que están documentados en sus escritos personales, no tuvieron testigos. Su aspecto sano no dejaba traslucir los duros y continuos sufrimientos, que acogía con gozo espiritual por su afán de redimir por medio de ellos. Pidió que se le concediera la gracia de no llevar impresas en su cuerpo las señas evidentes de su participación conjunta en la pasión de Cristo. Y le fue concedida.
Se la veía como a una persona normal a pesar de su invalidez. Se ocupaba en labores femeninas o en los quehaceres domésticos que podían realizarse aun estando en cama, como bordar, mondar verduras, limpiar la jaula de los pajarillos. Hasta lograba ocuparse por sí misma de su aseo personal: era suficiente que le alcanzaran lo necesario. A veces cantaba, y lo hacía con una hermosa voz.
Su obra principal es la que se intitula: El Evangelio como me ha sido revelado, publicada en diez volúmenes.
Narra el nacimiento y la infancia de la Virgen María y de Jesús, su hijo (esta parte fue escrita principalmente durante el periodo en que estuvo refugiada). Narra además los tres años de la vida pública de Jesús (es la parte más extensa de la obra), su pasión, muerte, resurrección y ascensión, los albores de la Iglesia y la asunción de María.
Con indudable validez literaria, la obra describe paisajes, ambientes, personas y acontecimientos con el brío de una representación; delinea caracteres y situaciones con habilidad introspectiva; expone hechos gozosos y dramáticos con el sentimiento de quien toma parte realmente en ellos; da informaciones acerca de características ambientales y culturales, costumbres y ritos, con detalles irreprensibles. A través del fascinante relato de la vida terrena del Redentor, pródiga de discursos y de diálogos, ilustra toda la doctrina del cristianismo según el dogma católico.
El Padre Gabriele M. Allegra, misionario franciscano y estudioso de la Biblia, que ha sido proclamado “venerable” en nuestro tiempo, escribió en 1968 a propósito de esta obra: “Esta obra maestra de la literatura religiosa italiana, o quizás sea más justo decir, de la literatura cristiana mundial, está expresada a través de dones naturales unidos en armónica conjunción a dones místicos”.
Maria Valtorta escribió esta obra de 1944 a 1947. Algunos de los últimos episodios fueron escritos en 1951.
No siempre seguía un orden cronológico. A veces, debido a factores espirituales ligados a un determinado momento, tenía que escribir uno o más episodios fuera de la trama del relato y luego el mismo Jesús le indicaba dónde debía colocarlos. A pesar de la ocasional discontinuidad en la redacción y, sobre todo, a pesar de la falta de esquemas preparatorios – mentales o escritos – la obra presenta desde el principio hasta el final una estructura perfectamente orgánica.
Por añadidura, Maria Valtorta alternaba este trabajo con la redacción de páginas referidas a varios temas, que comenzó a escribir en 1943 (cuando acababa de poner fin a la Autobiografía) y que siguió escribiendo en los años sucesivos hasta 1950. Estas páginas han dado origen a las obras menores, que se publicaron en cinco volúmenes: tres de ellos corresponden a la miscelánea titulada Los Cuadernos (correspondientes a los años 1943, 1944 y 1945-1950, respectivamente), que es una colección de escritos referidos a temas ascéticos, bíblicos, doctrinales, autobiográficos, así como de descripciones de escenas evangélicas y del martirio de los primeros cristianos. Los otros dos volúmenes son: el Libro de Azaria – que contiene comentarios de los textos del misal festivo, excepto los del Evangelio – y las Lecciones sobre la Epístola de Pablo a los Romanos.
Maria Valtorta estaba a punto de terminar El Evangelio como me ha sido revelado que, como se ha dicho, es su obra principal en diez volúmenes, cuando se apoderó de ella la nostalgia de su Señor, pues pensaba que no Le vería más. Pero el Señor fue a ella para consolarla con una promesa: “Vendré siempre. Y lo haré para ti sola. Y será algo aún más dulce porque seré solamente para ti... te elevaré aún más a lo alto, a las puras esferas de la pura contemplación... De ahora en adelante, vivirás tan sólo en la contemplación... haré que, en mi amor, te olvides del mundo”. Era el 14 de marzo de 1947, el día en que cumplió cincuenta años.
Ya algunos años antes (precisamente el 12 de septiembre de 1944), Jesús le había predicho una muerte estática: “¡Cuán feliz serás cuando comprendas que te encuentras ya en mi mundo para siempre y que has llegado, desde el mísero mundo, sin darte cuenta siquiera, pasando de una visión a la realidad, como un niño pequeño que sueña con su mamá y que, al despertar, siente que ella le estrecha contra su corazón! Así haré contigo”.
Y así fue: cuando en el verano de 1956 llegó de la editorial, después de años de espera, un grueso volumen (era el primero de los cuatro nutridos volúmenes de la primera y atormentada edición de su obra, titulada El poema de Jesús, y no llevaba el nombre de la autora porque ésta no quería que se la conociera en vida), Maria Valtorta lo observó con indiferencia y lo depositó sobre su lecho como si no tuviera nada que ver con él. Fue la primera señal de un desapego que fue acentuándose con el tiempo hasta convertirse en incomunicabilidad, en una dulce apatía, en un total abandono, pero que no logró atenuar en su rostro el brillo de la mirada ni alterar la serenidad de la expresión.
En los últimos años ya no hacía nada: comía sólo si alguien la embocaba; hablaba sólo para repetir las últimas palabras de la frase que le habían dirigido. Su única expresión personal era: “¡Cuánto sol hay aquí!”; lo decía cada tanto, y nada más. (Téngase en cuenta que, según uno de los médicos que la asistieron, tendría que haber proferido gritos de dolor a causa de su mal). En algunas ocasiones especiales, muy pocas, pareció como si volviera en sí y dio respuestas lúcidas, justas, proféticas, pero se trató de un solo instante; luego volvió otra vez a olvidarse del mundo.
Dejó de existir en la radiante mañana del jueves 12 de octubre de 1961, casi como si obedeciera a la palabra del sacerdote que le recitaba la oración para los agonizantes: “Parte de este mundo, ¡oh, alma cristiana!”. Tenía 64 años y llevaba 27 y medio inmovilizada en el lecho.
Doce años más tarde, el 2 de julio de 1973, los despojos de Maria Valtorta fueron trasladados a Florencia desde el Camposanto de la Misericordia de Viareggio y fueron sepultados en una capilla del Claustro grande de la Basílica de la Santísima Anunciación.